Se sentaron como solían hacerlo. Él se refugiaba entre las paredes que se cruzan frente a los espejos del afuera, y ella, de espaldas al resto de mundo, como ignorando, acaso, una existencia que escapara los límites de sus altivas piernas en forma de cruz. Ella ensayaba argumentos de un guión sin sentido, pero él, que hacía tiempo que no escuchaba sus razones, decidió dejarla hablar, simulando escucha. Ella escondía su juicio detrás de unas gafas oscuras, que cubrían por demás la extensión de su rostro, en contacto con su pelo ya no tan lacio, que le caía sobre los hombros en forma de sauce. Ella hablaba sin dirección, hasta que él se dio cuenta de que ella iba a decir algo antes de que se decidiera a decirlo. Caminemos por el Sena, dijo para demorarla. París se disolvía en la bruma otoñal mientras Notre Dame se desdibujaba en un horizonte que se olvidaba a cada paso. El tiempo se establecía por el paso de las aves que provenían de los Jardines de Luxemburgo mientras las aguas del Sena reflejaban, difusas, los destellos de una ciudad que comenzaba a oscurecer.
De pronto el cielo se llenó de unas luces que la tiñeron de un fulgor albarino, propio de las estatuas de la ciudad. Él contemplaba sus tenues pliegues del mentón. Ella imitaba el silencio de la contemplación ajena. Las curvas de su rostro lo desafiaban como en tiempos pasados, pero ella disimulaba el deseo. Transcurrió un tiempo incalculable, tal vez breve y distante. Ella le confesó sobre su pérdida de inspiración. Él recitó de memoria su encantamiento con Olivetti, y le confió, entregado a su dicha, sus insomnios de escriba.
miércoles, 23 de diciembre de 2015
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