viernes, 31 de enero de 2014

El niño que cambió sus ojos por un sándwich de salame (octava entrega)

Caminó, como siempre, entre gente que no lo percibía; sin embargo, su indiferencia potenciaba sus habilidades para estar sin ser visto. Buscó una esquina asentada para poblar sus bolsillos. Sin luces, será más difícil. “Si hay luna, es mejor”. Esperó a que la luz aristada se pusiera y que las bandejas circularan estrepitosas. Actuó raudo y, satisfecho, decidió ir en búsqueda de los títeres vivientes, esos de los que tanto ansiaba aprender. Pensó en todo lo que ella le diría. Que el arte era una ilusión. Que no se podía vivir de ese tipo de engaños. Que la fotografía era diferente. Que tomaba fragmentos de la realidad. Que gozaba del orden de la objetividad. Él respondería que el arte no necesitaba ser comprendido, que bastaba la contemplación. Discutirían hasta que ella desapareciera por el techo o se encerrara en el balcón, sin su lente. Pero todo eso debía esperar. Luego de perseguir intuitivamente los carteles, dio con un juego de naipes empedrado, cartones húmedos y sin marcar, en lugar de aquella imagen que de niño había soñado. Una gran carpa de colores y hombres formidables y mujeres grotescas con insólitas destrezas. Artistas, pensaba. Acróbatas, corregía ella.

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