Él aprendió a mirarla sin decir nada. Su pelo se acomodaba por encima de las orejas y las puntas de sus dedos se aseguraban de que el pelo permaneciera allí. "¿Por qué me mirás así?", solía acusarlo. Él se echaba atrás y pasaba noches sin verla. En las sombras, se perdía en una ciudad que no lograba comprender, con sus pasajes, sus puentes, sus candados cerrados. “El amor es un puente”, recordó. Igualmente, el recuerdo de la humedad de su boca no era tan lejano. Ella vivía en un balcón cercano y él envidiaba ese balcón gris. Ella, por su lado, se quejaba de sus catorce metros; la cama, la despensa, el escritorio, el sofá… Todo en el mismo sitio. Sin embargo, se sentía satisfecha con la ventana techo. Solía escaparse por ese vano para escribir o sacar fotografías. Si bien la vista no la inspiraba, ni la ropa, ni los patios ni la oscuridad, el aire le devolvía las ganas de imaginar. Volvió a mirarla y él se despertó solo. Cuando ella se ausentaba por tiempos prolongados, él había desarrollado la habilidad de comportarse como si ella estuviera allí junto a él. Cuando no lo lograba, comprendía que la soledad era absoluta.
miércoles, 29 de enero de 2014
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