Con el engaño en los bolsillos tomó la decisión de no volver a tomar riesgos.
miércoles, 1 de enero de 2014
El niño que cambió sus ojos por un sándwich de salame (cuarta entrega)
El hombre señaló que se trataba de un arte distinto a la pintura, “por ejemplo”. El asunto era grave, insinuó con el ceño recto y la mirada hundida. La explicación lo contrariaba. La invisibilidad no era una condición innata, debía alcanzarse a través de un ejercicio obstinado. “Hay trampas”, como en la pintura, argumentó. Desengañado, repreguntó. La técnica era sencilla, pero la primera vez se limitó a observar. “Si hay luna, es mejor”, aseguraba. Osó preguntarle por los mares, pero se avergonzó antes de esbozar la cuestión. Se distrajo y ella estaba allí. La miró y descubrió sus curvas, sus pequeñas manchitas en la piel, su delicado movimiento. Sugestionado, pensó que esa sugestión también controlaba las aguas, ese imán absoluto que atraía o repelía, a capricho. Y si una albura cubría su paso, la imaginaba a su lado, muy a su lado para observarla, resignado a su propia contemplación, atónito de sus pliegues, endulzado. Resistiendo el suspiro, alcanzó a protestar. “El genio es otra cosa, la inspiración no se respira”, replicó.
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