martes, 10 de noviembre de 2015

El niño que cambió sus ojos por un sandwich de salame (decimoctava entrega)

Su primera noche en el circo fue también la última. Lo vio todo como en un tiempo suspendido. Fue un visitante breve, pero en un instante sus ojos, ahora eternos, ingresaron para siempre en el destino de un ayer huidizo. Y eso bastó para seguir soñando las infinitas noches siguientes. La separación fue un dolor dulce que caló sus más sentidos pesares. En esa ocasión de soledad, descubrió las verdaderas dimensiones de la luna, comprendió que sus manos no alcanzarían para contenerla ni que ningún salto valdría para tomarla. El ensueño prosiguió con vértigos aleatorios, a veces demorado, por momentos impetuoso. Pronto, cayó vencido en un tímido parque, de hojas secas y brisas caprichosas. Desconfió de sus sentidos, penó por el suplicio del silencio y por la quietud de los árboles, testigos de su desconcierto y de su azar. Volvió a deambular hasta desaparecer entre el fulgor de un ciudad luminosa. Desaparecer le permitió comprender la itinerancia del circo. Comprendió su inocencia en el asunto de la evanescencia y descansó hasta recuperar su cuerpo vital.
Obstinado, despertó con la sospecha de la simultaneidad: la fábula se reveló expuesta, detrás de un pesado telón color carmín. Entonces el fotógrafo devino escritor en una París bucólica, de flâneurs y bistros, de rues y boulevards. El escritor se enamoró de una fotografía en blanco y negro. Los ojos negros de la fotografía oscurecieron la noche, inventaron el sueño. El niño soñó y el escritor pensó que existía. El niño vagó, buscó, desapareció, creció, lloró, y volvió a nacer para devenir adulto. El adulto soñó que escribía. La historia escribal niño. Y el niño, por fin, comprendió que no existen los finales felices. Se despidió en una tormenta aislada. Mejor, pensó. Porque la humedad se hace en la boca, como los cometas que no llegan. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios