La
ciudad era inmensa, pero él no lo percibía de ese modo. Vagó sin brújula por
calles angostas de edificios grises, hasta que una silueta eclipsó la luz del
farol. Los movimientos de una sombra le abrieron paso a su andar esquivo,
avanzó el camino sin descuido tras el sonido de una melodía aguda. Encontró
colores. Descubrió un pasaje estrecho en el que se adentró abandonado por el
ritmo de una pianola sorda; su cuerpo, más atento que sus sentidos despiertos, se
estremeció de vibraciones cada vez más fuertes, hasta que se le llenaron de
música los pulmones. Un frenesí de imágenes más nítidas que siempre se
precipitaban en sus pupilas, las paredes se borroneaban por la velocidad del camino.
Corrió ya sin cansancio mientras sus hombros se balanceaban y sus manos rozaban
el viento que dejaba atrás.
Llegó,
por fin, y se desató una tormenta en sus ojos negros. La silueta de un hombre
lo esperaba, sonriente, en el portón de un circo viejo. Bienvenido, le dijo.
Y el
niño volvió a nacer.
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