lunes, 20 de abril de 2015

El niño que cambió sus ojos por un sándwich de salame (decimosexta entrega)

El encuentro desafió sus sentidos. Más tarde, redescubrió el sonido añoso de Olivetti y sus caricias se posaron por horas junto a su armónica elocuencia. A pesar de que sus ojos, beodos por el acaecer de la noche, ya no parpadeaban con insistencia, cubrió el blanco del papel con la tinta negra de las últimas letras. En ese instante de fascinación nocturna, descubrió la cortinas para admirar las verdaderas dimensiones de la luna y comprendió, con pena pero con aplomo, que ni un trapecista distinguido podría alcanzarla. Y si una nube cubriera su paso, la humedad se haría en la boca, entre la unión de sus pliegues plomizos. Dulce beso. 
Apoyó sus brazos cansados sobre la ventana y respiró la delgadez de la brisa otoñal. Ahora confiado, contempló el silencio y la quietud de los árboles desnudos. Ya no imaginaba. Los gigantes, los acróbatas, los payasos, incluso los monstruos estaban allí, del otro lado de la calle o en su habitación, derramados de tinta.
El tiempo transcurrió demorado, mientras el humo se quemaba entre sus dedos. Prometió no volver a abandonar sus caricias.
Y no lo hizo.

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