domingo, 29 de diciembre de 2013

El niño que cambió sus ojos por un sándwich de salame (primera entrega)

Andaba buscando sin encontrar esa calle en la que, tiempo atrás, había imaginado un final feliz, con frazada y todo. Lo había intentado a la izquierda, a la derecha, pero la salida no se abría en ninguna dirección. Con su caminar maltrecho arrastró sus zapatos (o lo que quedaba de ellos) hasta una vereda que prometía un descanso seguro. Un escalón no tan alto, una penumbra limpia y un tránsito moderado, sin semáforo. Una esquina como para estar. Pensó, mientras se acostumbraba al desapego del suelo, que tal vez mañana, sin la llovizna y con los ojos más abiertos, tendría más suerte para deambular por la ciudad y encontrar algo, al menos, que le quitara los recuerdos de su desdicha. Los automóviles y los buses despedían sus vapores y, a lo lejos, se distinguían los zumbidos de sus mecanismos internos. Sus párpados descansaban de tanto en tanto y sus descuidos se volvían cada vez más involuntarios. Una brisa destemplada le peinó la frente y, en ese instante de vigilia pesada, advirtió el cartel publicitario que el hombre, taciturno y oscuro, fijaba en la pared. Sus pupilas dialogaron en silencio y, avergonzado, el hombre desapareció en la noche. 
Un payaso triste, un hombre con sombrero recto, un conejo sin color y el movimiento de una silueta de mujer. "Es el circo", se dijo y se durmió. "Es el circo".

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