El viernes pasado, E. y yo decidimos, luego de ser abandonados por nuestras respectivas, pasar una "noche de solteros"; ésas fueron sus palabras cuando se anotició, entre una sonrisa pícara pero indecisa, de que gozaríamos de nuestra exclusiva compañía. Así, con todo, nos encaminamos hacia una noche de luces y paseantes por la avenida Corrientes, concluyendo luego en las butacas vacías del San Martín para un ballet contemporáneo que, a priori (o sea, sin la experiencia), para dos colegas, con certeza pero sin llaneza, colmaría las pretensiones de una noche masculina, noche que concluiría entre un puchero, música de jazz, unas copas de tinto y "el postre de las galletitas" de mi madre. Zeppelin, la pieza de Carlos Casella y Gustavo Lesgart, no nos dijo demasiado, aunque más tarde nos llenaría de dudas sobre las formas de la representación. Entre un ronquido de un tipo que no toleró la parsimonia del comienzo, con E., nos reíamos a escondidas, para no descubrirnos uno a otro, mientras buscábamos, desesperados, la significación, el sentido, las formas de lo alegórico, lo que fuera, algo para decir cuando todo concluyera. Sin embargo, la obra indicaba que la comprensión estaba vedada, al menos para nosotros, ignorantes de aquellas formas que abundaban de procedimientos. "Hay que dejarse llevar", terminábamos confirmando, para aplacar nuestras propias limitaciones.
Pasado el intervalo y tras haber tolerado la densidad de la música artificiosa de Zeppelin, la obra que esperábamos, La consagración de la primavera, adaptada por el afamado coreógrafo Mauricio Wainrot, llegaba para calmar nuestra incertidumbre de los tácitos porqués (por qué el ballet, por qué el San Martín, por qué el ronquido del tipo de la butaca de atrás, por qué el vacío en rededor, y por qué los resoplidos de unas mujeres despechadas que pronto llegarían). La caprichosa esperanza de que La consagración... nos devolvería la retórica perdida pronto de disolvió y la inquietud devino angustia, aunque momentánea (hasta que apareció la botella de vino, a decir verdad). Sobre el final de la pieza, la revelación llegó en forma de mujer-indignada: "in-su-fri-ble", exclamó una vecina del San Martín. El adjetivo nos resultó un oprobio, una desubicación. Sin embargo, nos sirvió de excusa para continuar riéndonos mientras esperábamos en el andén del subte y para justificar que nuestras sospechas de insatisfacción no podían reducirse a semejante adjetivación.
miércoles, 13 de junio de 2012
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