martes, 7 de septiembre de 2010
Un poco de aire
Hacía mucho que, por razones de presupuesto, claro, no me subía a uno de éstos. Miedo no tuve. Más bien un poco aterrado de perderme en los pasillos del aeropuerto que otra cosa. Es un vuelo de cabotaje me repetía una y otra vez, para tranquilizarme. Cientos salen por día y ni me entero. Será porque no se caen, me aseguré. El check in fue un trámite, salvo por la vieja recontra operada que me seducía tocándose la panza que descubría con un movimiento ascendente de su camisa blanca. Panza, añejada por la celulitis y un tanto baqueteada, pero nada mal para su edad, a decir verdad. Me pedí un café y una medialuna de manteca con la tranquilidad de saber que yo no era quien, en definitiva, pagaría la cuenta, más rico, pensé infantilmente. Luego me acerqué tímidamente a los televisores para chequear que todo estuviese en orden. Bien, ya son 15 de demora, nada más. No sé bien por qué, pero ese pequeño retraso me daba aire, al mismo tiempo que, paradójicamente, me quitaba de ese espacio. La transpiración era causa del café, pensé por distraerme. Los 15 se transformaron en 30 y en seguida pensé que era como en ese cuento en el que el tipo se preocupaba porque el avión se retrasaba eternamente. Estoy muerto, pensé y sonreí solo, como un idiota. Qué día de locos. Y lo termino en un avión, para que eso de la locura alcance el pico, en altura. Porque si uno se pone a pensar, subirse a estas máquinas que “vuelan” en el sentido técnico del término, no se sube. Cuando los autoparlantes llamaron al vuelo 1534 chequeé por decimonovena vez que fuera el mío y que coincidiera con los números de mi boleto, eso que llaman boarding pass. Temía inmiscuirme en una gate equivocada y pasar vergüenza, o, peor aún, aterrizar en alguna provincia lejana, de noche y sin remis esperándome en la salida. Ya en el aire estuve sereno, leyendo esa revistita que te ponen en el sobre, junto a las instrucciones para morir, sedado y sin pánico. Probé la bolsita para los desperdicios y me di cuenta, al momento, que no la necesitaría. Un paso más, un paso más, un paso más, me repetía. Todo andaba, hasta el momento, con normalidad, pensé luego de que la morocha, nada mal pero tampoco de otro mundo, me ofreciera un vaso de coca. Me sorprendió, y me avergonzó un poco al mismo tiempo el hecho de la sorpresa misma, que de golpe apareciera un blanquecino solazo, después del despegue. Arriba de las nubes, claro, que anduvieron chaparreando toda la semana sobre Buenos Aires. Y era lógico porque el hecho de que abajo estuviese lloviendo desde hace días, no significaba nada para estas alturas. Necesité los anteojos de sol pero los había dejado, descreído, en la gaveta de arriba, inalcanzables en pleno vuelo. Por un instante, tuve la esperanza de que me darían algo para comer, un alfajor o algo autóctono, como para gringos, evidentemente. La comida es un excelente distractor para estos momentos, reflexioné. Pronto llegó la rubia, mejor mucho mejor, repartiendo los esperados ansiolíticos, en cajitas cubiertas de papel celofán. El orden cerrado de las cajitas me desconcertó. Marketing, puro marketing, anticipé. El sándwich era tan de cartón que no tentaba ni al más muerto de hambre, salvo al troglodita que estaba al lado, asiento vacío de por medio, que se lo tragó a manotazos limpios. Finalmente me tenté yo también a probarlo, cuán mal podía estar. Mucho peor que la imaginación. Incomible. El jamón no sugería y el supuesto queso, naranja flúo, definitivamente no era queso. Si como esto me muero, me dije. Mejor que se caiga el avión y a la mierda todo. Pero el alfajor llegó mucho mejor. El papel celofán, primitivo, había desaparecido y en su lugar una etiqueta industrializada. Es de confiar. Intenté un par de veces más con el sándwich y me resistí, rápidamente. Mejor dejarlo en la cajita y olvidarse del asunto. Cada tanto relojeaba la ventanilla, viajar sin ventanilla es como no viajar. La vista me conmovía, cómo no, y me dejaba confundir por todas esas nubes que hacían como de suelo. No estamos tan alto, me engañaba. En una de esas, a esta altura las nubes toman consistencia y hasta son capaces de amarrar la nave. Todos estaríamos a salvo ante cualquier emergencia, ensayaba. Después de la coca me dieron unas terribles ganas de pasar al toilette, pero el troglodita trajeado, mi vecino, dormía despatarrado. Imposible, triste y previsible como en la propaganda, me dije. Me entretuve con el alfajor de a pedacitos para matar el tiempo. Pero las ganas se hacían incontrolables, tenía que hacer o hacer. El tipo dormía y era mi excusa, mi coartada. Mirá si esto se cae justo cuando estoy en dos patas y con las manos ocupadas, qué enchastre. Hago cuando lleguemos. Hago cuando lleguemos. Total, si no llegamos a quién le va a importar. De golpe pispié otra vez y el blanquísimo piso estaba ahí nomás, como para saltar desde acá. Eso me tranquilizó un poco. Aunque de cuando en cuando una nube cubría la ventanilla y yo quedaba como un ciego. Para colmo esta música que no afloja un segundo. Para cuando termine el disco ya voy a estar con los pies sobre la tierra. O en el infierno, figuré inevitablemente. Pronto anunciaron el esperado descenso. Me ajusté el cinturón y casi se me escapa la porquería. Puse la música al mango y dije que dios me coja confesado, como dice Normita. Arrancó otro hit. Concentrate boludo, tararealo como en el subte. La puta madre. Sentí unas cosquillas en la nuca y entonces percibí que las cosas no andaban bien. Me muero. La puta madre. Mientras ella sí que era el fuego yo me iba al infierno directo. Quién mierda me mandó a levantar la voz cuando surgió lo de Córdoba en la oficina. La excusa era perfecta. Fin de semana en la sierra. Todo pago. Pero esta mierda no bajaba. Para qué carajo avisan que va a bajar. Noté en la gente un poco de impaciencia y preocupación, también. Nos movíamos de lado a lado, como una moto. Esos tipos también están locos, decía para aliviarme. La ventanilla seguía ciega y los hits pasaban uno detrás de otro y yo con unas ganas terribles. Qué lo parió. Esto parece que sube. Reconocí el último tema del disco. Cuántas veces, cuántas veces, me regodeaba. Si no bajamos ahora se va todo a la mierda y mejor que nos vayamos al diablo. La morocha me cagó a pedos por eso de la música y ahora estaba solo, con la ventanilla blanca y el tipo, ya despierto, que me sonreía, como si estuviésemos juntos en todo esto. Qué boludo, si supiera que esto se va a la mierda. Ahora sí que bajábamos. Y cómo. El tipo juntó las manos como una quinceañera en su primera comunión y entonces me convencí de todo. Si éste reza, no nos salva ni Cristo. Pero al toque abrió los ojos, se frotó las manos, estiró los brazos, me volvió a mirar y todo concluyó en silencio. No supe más qué hacer ni decir, guardé todo y me procuré bajar lo antes posible, un taxi me esperaba y seguro que el taxímetro ya giraba de lo lindo. Es cierto. Miles de éstos van y vienen y nadie se entera.
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