No es mi intención hacerme autor de palabras que no son mías, nunca me gustó eso del copy-paste, estas facilidades que ofrece la era de la teclas, pero quién se fija. Cuando uno entra en el mundo de la literatura, ese mundo hostil que te pega un cachetazo y te mete dos patadas por cada atrevimiento; cuando uno entra, decía, se toma ciertas libertades discursivas y de estilo ni hablar. Uno se convierte en un gran plagio, con nombre propio. Cuando uno entra o se asoma un poco se hace de amigos y los amigos nos prestan algunas palabritas. Vos dirás: “Este se murió hace veinte años”, pero lo mismo se hace amigo y lo mismo nos las presta. Cuando uno lee y lee en serio (o para broma), como vos o como yo. Cuando me atrevo un poco, recibo ese bofetón y me ensartan esas patadas en donde uno ya sabe. Entonces hurto, digo hurto porque nadie se entera, porque a fin de cuentas vos y yo no somos nadie.
Es por ahí nomás, fijate. No seas tímida piba, acercate un poco y vas ver.
Te juro que hay días que aparece y nada, yo estoy como un bobo esperando no sé qué. Le pregunto, de veras que lo hago, a veces me inquieto por demás y todo se vuelve confuso como un caramelo de limón. Pasa que no sé cómo citarlo, eso me mata una vez de cuando en cuando, al verla pasar y asomarse como quién sabe, y si me mira se va todo al diablo y yo la beso como un caracol hasta que no aguanto más y le digo que se vaya.
Y todo listo para la cena, para volver a empezar, la mesa está servida le digo, pero ella ni bola. “Pescado frito” le grito, pero ella me responde que prefiere un trigo... No sé cuál. Y a mí me da por reír, siempre. Es un plato. Pero ojo, no es cosa de fiarse porque a la primera de cambio te estampa un beso que te lo debo. Me pasa como de chico que quería trepar al árbol pero cuando llegaba me daba un susto que madre mía, como los pingüinos, ¿alguna vez los viste? Son comiquísimos. Yo estaba apoyado en el pasamanos del barco y ya no importaba el dilema avestrucio ni el problema del vuelo. Ahí estaban; te juro era una foto, de una elegancia conmovedora, dispuestos al baile, digo al nado, saltando uno por vez; se tiraban de palito como uno de chico. Y de golpe, ahí tenés. Otro beso que para qué. De nuevo al suelo o a la cama o en cualquier rincón de la cocina. Eran grandiosos esos acurrucamientos de sofá y esas siestas que terminaban a cualquier hora.
La otra vuelta subimos a la terraza, yo le dije a ver si llueve pero ella sacó unas fotos que ni te cuento. A mí me encantaba verla ir de acá para allá, buscando una foto o un par de cables y alguna antena de televisión, aunque yo nunca fui bueno para eso de las instalaciones aéreas. Hablando de la televisión, recuerdo que fue grande verla tan contenta escuchando a “paladar negro”, como una transmisión radial pero a dos pasos de distancia, como una butaca de lujo si la cosa fuera posible.
Después me habló de fobias y ahí te quiero ver. ¡Qué fobias ni qué ocho cuartos! De todas modos, cuando entré a mi cuarto, encogí los hombros y pensé que nunca-siempre-todo iba y venía de la única forma posible, como un baile, negrita. Entonces bailá, me dije, que esta vez te tocó la más linda, pibe.
Es por ahí nomás, fijate. No seas tímida piba, acercate un poco y vas ver.
Te juro que hay días que aparece y nada, yo estoy como un bobo esperando no sé qué. Le pregunto, de veras que lo hago, a veces me inquieto por demás y todo se vuelve confuso como un caramelo de limón. Pasa que no sé cómo citarlo, eso me mata una vez de cuando en cuando, al verla pasar y asomarse como quién sabe, y si me mira se va todo al diablo y yo la beso como un caracol hasta que no aguanto más y le digo que se vaya.
Y todo listo para la cena, para volver a empezar, la mesa está servida le digo, pero ella ni bola. “Pescado frito” le grito, pero ella me responde que prefiere un trigo... No sé cuál. Y a mí me da por reír, siempre. Es un plato. Pero ojo, no es cosa de fiarse porque a la primera de cambio te estampa un beso que te lo debo. Me pasa como de chico que quería trepar al árbol pero cuando llegaba me daba un susto que madre mía, como los pingüinos, ¿alguna vez los viste? Son comiquísimos. Yo estaba apoyado en el pasamanos del barco y ya no importaba el dilema avestrucio ni el problema del vuelo. Ahí estaban; te juro era una foto, de una elegancia conmovedora, dispuestos al baile, digo al nado, saltando uno por vez; se tiraban de palito como uno de chico. Y de golpe, ahí tenés. Otro beso que para qué. De nuevo al suelo o a la cama o en cualquier rincón de la cocina. Eran grandiosos esos acurrucamientos de sofá y esas siestas que terminaban a cualquier hora.
La otra vuelta subimos a la terraza, yo le dije a ver si llueve pero ella sacó unas fotos que ni te cuento. A mí me encantaba verla ir de acá para allá, buscando una foto o un par de cables y alguna antena de televisión, aunque yo nunca fui bueno para eso de las instalaciones aéreas. Hablando de la televisión, recuerdo que fue grande verla tan contenta escuchando a “paladar negro”, como una transmisión radial pero a dos pasos de distancia, como una butaca de lujo si la cosa fuera posible.
Después me habló de fobias y ahí te quiero ver. ¡Qué fobias ni qué ocho cuartos! De todas modos, cuando entré a mi cuarto, encogí los hombros y pensé que nunca-siempre-todo iba y venía de la única forma posible, como un baile, negrita. Entonces bailá, me dije, que esta vez te tocó la más linda, pibe.
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