La fotografía es, por antonomasia, un arte muerto. Escapa al fenómeno del original, y eso no es poco decir. Sin embargo, llama la contemplación. El lunes por la tarde (siempre es tarde para ir al Malba, confieso nos echaron muy amablemente finalizado el horario para el deambulaje) disfruté de la soberbia calidad técnica que Robert Mapplethorpe despliega en sus obras. Sin embargo, ciertos pasajes de la retrospectiva me indignaron (también confieso) como señora recatada de 50. Está en mí, como una tara: no comprendo los desnudos. Pervertidas puestas en escena sados me ruborizan (pijas, culos y más pijas). Tampoco comprendí el trabajo de la curadora norteamericana (pero esto siempre me sucede con estas labores): la organización de la muestra me resultó un tanto desprolija y desprovista de sentido, pero lo que me enfureció (como se enfurecen las locas) fue el color turquesa-putarraca de las columnas que, contrastadas con el blanco y negro de las reproducciones, perturbaban el acto mismo del reproducirse.
"Busco la perfección de la forma. Lo hago con los retratos. Lo hago con las pijas. Lo hago con las flores”, se leía en la antesala. Esta búsqueda de la perfección se ha vuelto, en cierto punto y a mi parecer, rigidez en el artificio. En los autorretratos (self-portraits), por el contrario, encontré una expresión más viva del artista, espontaneidad y fluidez.Aunque visitar un museo siempre suele dejarme sensaciones ambiguas, la retrospectiva en general consiguió, en tanto forma de arte, conmoverme lo suficiente para justificar el desplazamiento, el frío, la corrida, los $10 de la entrada y los últimos $10,55 del taxi de vuelta.
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