martes, 16 de marzo de 2010

El peso de la música

Entonces sí, después de perderla, de alejarla de mí como se alejan los barcos a lo horizontal y ya sin esos tontos motivos de años pasados, decidí despilfarrarlo todo y entregarme al goce de la música, porque aquello de la creación no era para mí. Y entonces comencé a perder peso, a razón de un kilo por mes. A decir verdad, nunca fui bueno para el cálculo de los kilogramos, a decir verdad, aún hoy no distingo entre el peso de dos kilos de papa y dos kilos de apio. Son cuestiones de la física, (pensé).
No lograba comprender (incapacidad mía) la razón por la que tanta gente se subía (como se sube a un colectivo, créanme) a esos pequeños aparatos que miden, en el sentido técnico de la medición, el peso. Como el colectivo, estos casos son siempre representaciones de una urgencia. Es curiosa, entre otros asuntos, la inexpugnable demostración que arrojan al divisar aquello que señalan esas inquietas agujas (porque los aparatos digitales son realmente inverosímiles y ni hablar de aquellos artefactos en los que hay que maniobrar diversas perinolas). La angustia se produce al descubrir que sus miradas buscan con desmedida ansiedad (para no encontrar, desde luego) otras miradas que puedan también observar al unísono, si se tratara de sonidos, lo que aquellas traviesas agujillas vociferan, porque es sin dudas, para cualquiera, como un grito real.
Hablando de gritos, hablando de verdades, subí el volumen de mi radio, como si nadie existiera del otro lado de estos veinte centímetros de material, como si yo tampoco existiera, como si yo tampoco decidiera escuchar. Como un ciego, si se tratara de imágenes.
Volví con una particularidad. La idea de la entrega sufrió una alteración imposible, inevitable. Y hablando (o gritando) de la inevitabilidad del cambio, me encontré al sensible (como hombre) que quise ser y no pude. Encontré al idiota pensando a la conciencia y a la conciencia idiota, pensando. Fue entonces cuando me senté a escribir idioteces. Fue así que la música dejó de sonar y tuve que pasear sin reparo por este rectángulo (no áureo) porque afuera llovía como en el cine y a estas horas la lluvia es un sinsentido en el afuera. Así, como todas las derrotas, acepté la caída y la verborragia, la estúpida idea de creer que todo, en este orbe imaginario, era un fucking puzzle a resolver y que el destino (y la voluntad divina) recorrían los rieles de su resolución. Del destino mejor ni hablar (palabra estéril), pero nada pudo cubrir necesidades, nada podrá cubrirlas.
No estoy seguro si fue ayer (o el día anterior), hablabas de discos o de libros (ya no recuerdo, ya no te escuchaba) cuando preguntaste por el contenido de la caja. Creí en ese instante y sólo por un instante que el cristal estaba en otra parte, fuera de la caja, dentro de otra caja, o tal vez dentro de muchas, como ciertas chinese boxes. Irremediablemente, me sentí derrotado como en tantas ocasiones. Esperando la derrota, entonces como ahora, que ya no pude evitar la realidad con palabras vulgares (las de siempre), vuelvo a la cama a depositar mis no sé cuántos kilogramos, escuchando la radio, mucho muy mild, mucho muy dead beat, mucho muy dupe.

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